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25 ene 2011

Literatura, La Biblia Negra, Diego Hernández Colín

Agradecemos la colaboración de Diego Hernández Colín, autor de este texto que publicaremos por partes.


La Biblia Negra.

No había reaccionado hasta percibir el calor del sol en la cara. Vestido de negro, pensando si a la luz del día la ropa se mezclara con los oscuros pensamientos que tenía para poder pasar desapercibido para el mundo exterior, pues eso trataba de hacer. Trataba de estar en ningún lugar para que las ideas descabelladas y absurdas pudieran esclarecerse y poder dejar aquellas caminatas nocturnas, o volverse nebulosas y seguir siendo una criatura nocturna por un tiempo indefinido.
Realmente no tenía idea de lo que hacía en las noches. Simplemente esperaba a que todas la luces se apagaran para escapar furtivamente por las ventanas de aquel cuarto que muchas veces las hacía de dormitorio, de confesionario y muchas otras de celda reclusoria, pero no para el cuerpo, pues era demasiado acogedor, sino para la esencia, la forma, el alma que pedía a gritos ser escuchada aunque fuera sólo un momento. Y cada vez que salía el cuerpo, durante el día, el alma permanecía encerrada entre esas cuatro paredes tratando en esfuerzos vanos escapar ante la opresión infinita que le provocaba el nostálgico brote de recuerdos que ahí se manifestaba, pues aquél cuarto era muy cómodo para el cuerpo y sollozando pedía una pizca de piedad que jamás se le concedió. Cuando regresaba el cuerpo a ese lugar, el alma lo esperaba con una furia gigantesca y con un aberrante reproche por olvidarla ahí, consumiéndose de tristeza y soledad.
Lo único que el cuerpo daba como tributo por haber faltado así a su esencia eran las largas caminatas nocturnas en las que el alma gobernaba cada centímetro del cuerpo y éste sólo se dejaba guiar dócilmente mientras trataba de descansar a pulsos monótonos de los pasos que él no controlaba. Aquella noche, sin embargo, no había salido este trance en aquel cuarto, sino acariciado por los rayos del disco solar, que odiaba todas mañanas cuando despedazaba la noche, todas las tardes por brillar para todos, sin discriminar y por pensar que podía despertar la belleza de las cosas más simples con sólo reflejar esa cálida luz que manaba de él. No sabía donde estaba, pues no había sido consciente de sus acciones hasta despertar, pero no fue esto lo que me sorprendió más, fue esto: estuviera donde estuviera, no me importaba porque, por primera vez en mi vida, el cuerpo se sintió libre. (...)
parte 2

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